Casualidad y sorpresa. Habíamos comenzado a buscar sitios alejados con acceso al AVE. Parajes singulares que nos brindaran agua, verde y montaña, pero que nos permitiesen seguir conectados a la ciudad. En una comida familiar, alguien comenta algo de una finca en Arganda que, tras multitud de décadas de producción, no ha tenido el relevo generacional necesario.
Muchas veces no es suficiente con heredar la tierra: hay que heredar la profesión, y, al lado de las ciudades, eso es muy difícil, porque ser agricultor frente a la ciudad es una elección muy particular. Ya dicen que es difícil incluso dedicarse al campo habiendo crecido en él. El agricultor joven no lo tiene fácil y tampoco cotiza en bolsa.
Visitamos la finca. Sin vallar, al lado de una laguna y al lado de Madrid. Era primavera. Es una estación mágica junto a un humedal, por muy frío que haya sido el invierno y por muy seco que corra después el verano. El agua estaba transparente. La orilla era exuberante de verde. Hasta los cardos que habían aprovechado la falta de labor de la tierra medían más que nosotros.
A simple vista, aquello pareció un vergel, un paraíso. El oasis en el desierto. Y la cabeza dio vueltas a doscientas cosas que se pueden hacer allí. Así que nos propusimos volver de vez en cuando. Investigar el estado legal, el nivel de protección del suelo, la clasificación urbanística… Y pusimos en un papel lo que, con los ojos cerrados, veíamos: cámping ecológico con pequeña granja-escuela, centro de interpretación de la naturaleza y actividades de voluntariado en el parque regional. Pinta bien, ¿no?

Pues no. Ja, ja, ja. Os escribiremos más adelante cómo nos dimos de bruces contra las paredes y tuvimos que poner los pies en el suelo. Los sueños hay que perseguirlos, pero partiendo desde la realidad. ¡Soñadores! Me entendéis de sobra, estoy seguro.
